jueves, 15 de noviembre de 2012

Ahí. Sola. Esperando.

Rompió el silencio de la madrugada mi palpitar agitado. Me encontraba ahí, parada, esperando la señal para empezar a trabajar. Era importante que no emitiera ningún ruido que me delatara pero, ¡estos movimientos involuntarios que no puedo controlar! (movimientos involuntarios será el término que utilizaré a lo que hace mi corazón cuando se acuerda de ti). No había corrido pero sudaba... frío. El viento hizo que mi corazón asustado quedara como un ruido menor al estremecer con su fuerza las copas de los árboles.

Y estaba ahí, parada, sola, esperando la señal para empezar a trabajar. Pero en el periodo de ese tiempo llegaste tú a mi pensamiento. Y no supe qué hacer. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo hasta llegar a mi alma y desembocar en forma de rayo que jalaba a mi corazón y que buscaba juntarlo con mi estómago. (Ese estómago que ha recibido más harina refinada que mariposas últimamente.) No supe qué hacer. ¿Se me había olvidado olvidarte por completo? Como ese documento importante que has olvidado mandarlo a la trituradora así había olvidado olvidarte. Algo me decía que había una posibilidad de que más que olvidarlo, no había podido completar la acción; seguía recordándote.

En medio de la noche más fría que he presenciado, me encontraba parada en una montaña aferrándome a un ixtle como mi única seguridad. Pensándote. Preguntándole a Dios si olvidarte sería posible. ¿Qué has hecho que no puedo vivir tranquila lejos de ti? ¿Serás mi única seguridad? ¿Por qué después de tanto tiempo solo he conseguido aferrarme más a tu recuerdo?

¡LISTOS!

Un grito de afuera interrumpió mi revolución interna. Era tiempo de trabajar. Dejarte ahí, parado, solo. Y que, eventualmente, esperaras la señal para empezar a trabajar.